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La vida es irónica:
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viernes, 12 de febrero de 2016

Dolor de garganta


Hoy me he levantado peor de la garganta, con una tos profunda que no consigue enunciar ideas claras desde sus yacimientos. Tampoco era difícil suponer que después de tanto tiempo sin escribir, enfermase el alma y a falta de voces propias me diese por crear otras nuevas casi al borde de la copia: letras aisladas, distantes e insurgentes y, finalmente, compuestas perífrasis que convierten el texto en carnavales de franela gris.

¿Quién enseña a hacer versos? Los versos mismos con la esforzada manipulación de un grafómano con un poco de vocación suicida, o al menos en mi caso. A veces es cómo si las ideas viniesen a acariciar mi nariz para que las palabras saltasen de un estornudo al papel. Luego está la definición de periodista, que bien la sintetiza Gerardo Diego en “salvador de instantes y cantor de lo cotidiano”, donde ya no sé si encajo o estoy encajada desde que abriese los ojos hacia el “oficio de ver”.

Mi corazón se ha encallecido a los moldes de una sociedad corrupta y monotemática, pero lo que más me duele es saberme vieja para la lucha. Desde que mi adolescencia cayese en picado sobre el último capítulo de versos excluidos de mi biografía, mi vida está llena de capítulos finales sin ningún fin. Mi corazón, en el tamaño de un puño se abre y cierra a la primavera sin dejar nunca de sufrir una serie de circunstancias adversas tales como esta bronquitis de a saber qué va a ser de nosotros con los años.

He bajado el volumen de lo que escucho, pero por más que lo intento no consigo subir el tono de lo que siento y al final todo es un ruido de tiempo devastando mis buenas intenciones. Porque la poesía persigue algo más que un arbitrario laberinto de letras; es devolver la magia a esas pequeñas cosas que pasamos por alto y ahí reside la fascinación que ejerce sobre nosotros. Puede que el periodismo empezase de su mano, pero éste ha ido involucionando hacia adelante con pequeños repuntes como espadas que nos hacen sospechar que Dios existe.


Ayer, Jalis de la Serna devolvió su función originaria de denuncia al periodismo y por un instante mi corazón, enterrado de virus, comprendió la minúscula diferencia entre posibilitar la existencia de Don Quijote y salvarle la vida a Pablo Ibar. Y no sé si todo ello servirá para algo, pero a buen seguro que la próxima vez que ejecuten a alguien en el corredor de la muerte, el periodismo de denuncia se sentirá  más moribundo en sus entrañas. 


Teresa Velasco Castillo