Hoy me he levantado peor de la garganta, con una tos
profunda que no consigue enunciar ideas claras desde sus yacimientos. Tampoco
era difícil suponer que después de tanto tiempo sin escribir, enfermase el alma
y a falta de voces propias me diese por crear otras nuevas casi al borde de la
copia: letras aisladas, distantes e insurgentes y, finalmente, compuestas
perífrasis que convierten el texto en carnavales de franela gris.
¿Quién enseña a hacer versos? Los versos mismos con la
esforzada manipulación de un grafómano con un poco de vocación suicida, o al
menos en mi caso. A veces es cómo si las ideas viniesen a acariciar mi nariz
para que las palabras saltasen de un estornudo al papel. Luego está la
definición de periodista, que bien la sintetiza Gerardo Diego en “salvador de
instantes y cantor de lo cotidiano”, donde ya no sé si encajo o estoy encajada
desde que abriese los ojos hacia el “oficio de ver”.
Mi corazón se ha encallecido a los moldes de una sociedad
corrupta y monotemática, pero lo que más me duele es saberme vieja para la
lucha. Desde que mi adolescencia cayese en picado sobre el último capítulo de
versos excluidos de mi biografía, mi vida está llena de capítulos finales sin
ningún fin. Mi corazón, en el tamaño de un puño se abre y cierra a la primavera
sin dejar nunca de sufrir una serie de circunstancias adversas tales como esta
bronquitis de a saber qué va a ser de nosotros con los años.
He bajado el volumen de lo que escucho, pero por más que lo
intento no consigo subir el tono de lo que siento y al final todo es un ruido
de tiempo devastando mis buenas intenciones. Porque la poesía persigue algo más
que un arbitrario laberinto de letras; es devolver la magia a esas pequeñas
cosas que pasamos por alto y ahí reside la fascinación que ejerce sobre
nosotros. Puede que el periodismo empezase de su mano, pero éste ha ido
involucionando hacia adelante con pequeños repuntes como espadas que nos hacen
sospechar que Dios existe.
Ayer, Jalis de la Serna devolvió su función originaria de
denuncia al periodismo y por un instante mi corazón, enterrado de virus,
comprendió la minúscula diferencia entre posibilitar la existencia de Don
Quijote y salvarle la vida a Pablo Ibar. Y no sé si todo ello servirá para
algo, pero a buen seguro que la próxima vez que ejecuten a alguien en el corredor
de la muerte, el periodismo de denuncia se sentirá más moribundo en sus entrañas.
Teresa Velasco Castillo