Diego vivía en un futuro no muy lejano al 632 después de
Ford, si bien la vida poco se parecía al utópico desgobierno que Huxley
vaticinaba. Después de siglos de guerra y sangre, la sociedad había logrado
estabilizarse en un subgénero liberal que los ortodoxos habían denominado
neo-anarquismo.
Había países que se extinguieron tiempo atrás y que apenas se
consideraban en los e-book historiográficos de los niños y niñas de secundaria.
Tal era el caso de Palestina o Venezuela, de la cual estaba prohibido siquiera
mencionar sus colores.
También desaparecieron los funcionarios de la seguridad,
sustituyéndose estos por la política del “ojo por ojo” el mismo día que se
legalizaron las armas en toda la Comunidad del Nuevo Orden. El mercado había
crecido enormemente junto con la “economía del consumo” que aseguraba un
continuo flujo de dinero en las bolsas. La “prima de riesgo” había quedado enterrada
en los primeros y más livianos temas de la historia de la Antigua Europa.
Entre todo aquello, la familia de Diego había conseguido lo necesario para vivir honradamente, si bien,
la insatisfacción del joven no había dejado de aumentar desde que éste tuviera
uso de razón. A veces deseaba narcóticos contra el olvido tales como los que
tomaban sus compañeros de aula para los exámenes. Otras veces, la nueva taser
juvenil con la que los niños ejercían su “ojo por ojo”.
Un buen día, decidió
por su propia voluntad salir de casa con lo puesto y recorrer errático toda la
ciudad en busca de un buen refugio hasta instalarse en un nuevo hogar. Eran las
tres de la mañana y la luz de las farolas era un oasis invernal y pálido cuya
procesión de trazos luminosos se perdía entre las calles. Cuando ya no pudo
andar más, Diego se sentó junto a una de estas farolas hasta quedar dormido a
la intemperie. Una vez despierto, como era de esperar en una ciudad sin ley,
estaba desnudo y sin nada para defenderse, por lo que no tuvo otra que volver a
su casa. Su color era el de un cadáver, pálido y fantasmal con el único matiz
rojizo en las extremidades más expuestas al frío. Salió corriendo como pudo
hasta tropezar de bruces contra un tipo enorme que vestía con pasamontañas.
- - ¿Qué haces por aquí a estas horas Diego?
–preguntó una voz de ultratumba.
- - Eh…eh… esto, voy a casa… ¿y usted?, ¿cómo ha
adivinado mi nombre?, ¿eres tú Sergio?
- - Soy tu única sombra, y esto es un sueño, pero
puedo devolverte tu ropa, tu casa y a tu familia o concederte la vida que
siempre has deseado, ¿qué te parece mi propuesta? Yo te proporcionaré todo lo
que deseas siempre que me pagues tu deuda con la salud de los tuyos. ¿Quieres
una taser? Le costará una gripe a tu madre.
Diego pensó por un largo rato en que su piel paso de un
blanco casi perfecto a un tono violáceo que poco distaba de la muerte.
Finalmente aceptó la propuesta y despertó. Volvió a casa y allí tenía lo que quería: sus narcóticos y
su táser reunidos en la mesilla de noche. Bajó aún con el pijama a desayunar,
pero no quedaba café.
- - Buenos días Diego –dijo su hermana pequeña -
Mama aún no ha despertado, dice que se encuentra mal. Está en la cama con el termómetro puesto.
Efectivamente, sus caprichos habían costado una gripe, pero
a Diego le pareció un mal menor para el beneficio de su petición, así que hizo
una lista con las cosas que siempre había deseado. A fin de cuentas, la salud
podía recuperarse y la mayoría de lo que pretendía encargar podía durar hasta
toda la vida: armas, vacunas de conocimiento y habilidad, videojuegos, etc.
A la mañana siguiente de rellenar su solicitud y dejarla en
el mismo mueble en que aparecieron la taser y los narcóticos, encontró una nota
donde especificaba el tiempo que se requería para cada objeto y un sello
oficial bajo el que debía firmar el demandante del acuerdo. No leyó la letra
pequeña y garabateó el folio sin pensarlo.
Sus notas mejoraron enormemente gracias a la vacuna, que
apenas costó una fractura de muñeca a su hermana pequeña y, con sus nuevas armas
se había convertido en el más popular de la clase. Hasta que un día
interrumpieron en el aula para comunicarle que sus padres estaban en el
hospital por un accidente.
- - Diego acaban de llamar del policlínico, tus
padres están estables, pero nos han dicho que vayáis a casa de vuestra tía
Marta por unos días.
Diego levantó la mano con expresión solemne, pero
rápidamente se arrepintió de su impulso y volvió a sus labores académicas con
la cabeza gacha. Bien por acaparar algo de atención, bien por cortesía o más
sinceramente, todos sus compañeros tuvieron palabras para él en algún momento
de la mañana.
A las dos en punto la sirena sirvió de cierre a una semana
que se antojaba algo turbia para la familia Mendez. Diego fijó la mirada a sus pies
y con paso ligero devoró el camino, contestando monosilábicamente las preguntas
de su hermana pequeña.
- - Pero, ¿cuándo volveremos a casa?,¿podemos ir a
ver a mama y papa? ¿mañana vendremos solos al colegio o nos trae la tita?
- - No sé, ya se verá.
El edificio de Marta estaba al sur de la ciudad, en el pedregal
del ala este de Málaga. Era una casa moderna, de dos plantas, construida sobre
uno de los garitos al que más gente asistía en las noches de verano para
contemplar la iluminación del paseo. El balcón de la casa asomaba a la playa y,
junto a la barandilla, había dos maceteros con jazmines un tanto descuidados. Desde
que los primos de Diego se independizasen, las habitaciones más espaciosas y cómodas
habían quedado vacías y, aprovechando la ocasión, fueron ocupadas por los dos
hermanos.
Pasaron un par de semanas hasta que les dieron el alta a sus
padres, si bien Diego y su hermana permanecieron algo más de tiempo en aquella
casa, mientras sus padres lograban
valerse torpemente por ellos mismos. Afortunadamente, las secuelas fueron
leves; un diez por ciento de pérdida de movilidad ósea en el brazo y alguna
cicatriz en la frente.
Del otro lado, Laura, la hija menor de los Méndez, ya se
había recuperado de su fractura y volvía a retomar sus actividades
extraescolares, lo que hacía que Diego pasase las tardes solo en su habitación.
Éste comenzó a sentirse vacío conforme tachaba días del calendario sin esperar
ninguna fecha en especial y la llamada del consumo volvió a ser la única voz que
acabó por escucharse en su cabeza.
Le llevó un tiempo volver a pedir uno de sus deseos. Esta
vez lo meditó con esmero y llegó a la conclusión de que lo mejor sería un viaje
a la nieve con sus compañeros de aula. Desde luego era una de estas
experiencias que no se volvería a repetir, teniendo en cuenta que era su último
año antes de entrar en la universidad.
Su deseo fue concedido sin reveses y el dinero apareció como
por arte de magia bajo su almohada. Para su asombro, además, su familia no
había salido afectada en esta ocasión, lo que le dejaba la conciencia
tranquila.
- - ¿De dónde sacaste el dinero si yo no te di la
paga este mes? –preguntó su tía y posteriormente sus padres.
- - Nos lo
concedieron a unos cuantos que colaboramos como voluntarios en la semana
cultural del cole. –Mintió Diego satisfecho.
Durante el viaje, Diego apenas se acordó de llamar a casa.
Estaba ensimismado con el contraste de rutinas que exigían las actividades: por
la mañana esquí, a la tarde juegos y por la noche fiestas. Un día tras otro en
que hasta las costumbres más simples le deslumbraban. Cada mañana, como un gran vigilante, querido
a la par que temido, se levantaba el Pica d’Estats evocando viejas leyendas de
Dioses que tenían la nieve por escenario.
El último día Diego, en la estación, se quedó sin batería,
por lo que no pudo ver las numerosas llamadas perdidas que había recibido desde
los servicios de emergencia de su ciudad. Fueron hasta ocho horas de viaje mal
contadas, pero por fin los chicos y chicas pudieron estirar las piernas al
llegar a la estación de trenes del Vialia.
Sobre la convergencia de emociones característica de las
estaciones poco queda que decir. Todas las emociones posibles confluyen en
estos laberintos de maletas y puertas de embarque donde todos los sentidos
parecen estar puestos en superar el trance de un presente que para la mayoría
se hace eterno. Pero después de la tensión del regreso vienen los abrazos y los
besos y ese puñado de momentos que Diego deseaba enormemente y no llegó a
recibir.
Una vez comunicado, después de un número ingente de llamadas
a familiares cada vez más alejados de sus padres y hermana, supo que lo único
que una vez tuvo lo había perdido. Toda la familia Méndez había muerto en su
suceso de adversidades propias de la ciencia ficción.
Teresa Velasco Castillo