Cuando la profesora de géneros dio la grata tarea de degustar una novela de no ficción clásica del "nuevo periodismo", supe de inmediato que Un día más con vida era mi libro. Todavía hoy, si me preguntan o me ven, rara vez ya por la calle, respondo al tópico "¿Qué tal?" con un "aquí estamos que no es poco" y, no hay día en que no me quede pensando en lo extraño de seguir con vida...
No son pocos
los expertos, competentes en materia, que auguran el final del periodismo.
Algunos arguyen a la extinción del papel, otros al modelo de negocio, al
descenso de la calidad o lo entendido como “buen reporterismo”.
Probablemente no hayan sabido leer
entre las líneas de Ryszard Kapuscinski, a quien poco debió preocuparle el
formato de sus cuartillas allá donde la
escuela es sinónimo de utopía. Maestro de la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, profesional en el arte de enhebrar información y
lenguaje. No se queja.
Estamos en Angola, mitad del
siglo XX. Presente histórico. Un excepcional testigo se instala en Luanda, en el Hotel Tívoli. Tres meses
antes de la descolonización portuguesa
aún viven un par de ancianos avaros, una joven pareja y Doña Cartagena, una
camarera capaz de sacar agua del
desierto.
Kapuscinski no huye de la
metáfora y describe, en una de las consideradas entre sus mejores obras, cómo
la ciudad en que se aloja es convertida en un puñado de cajas primero para luego hacerse piedra. Después vendrá un
largo viaje desde un lugar desconocido hacia otro que tampoco conocemos. Un
tránsito en el cual hace acopio de perífrasis
y pleonasmos que ralentizan la acción del texto sin caer en la
redundancia.
Así, estas digresiones transforman Un día más con vida en imágenes tan reales
que hacen que uno acabe asfixiado por el hedor a gato. O tal vez perdido entre
“nubes de moscas negras” si transcurren ante sí
más hojas de las que el sueño aguanta. Quién sabe. Nada es seguro en el
sin fin de escenas con que el protagonista describe su entorno. Escenas
plagadas de detalles sin los cuales costaría creer que
estamos ante una obra de no ficción.
Todo lo que en síntesis podría
pasar por una guerra civil entre el MPLA, la UNITA y el FNLA es desarrollado
como merece a través de los ojos de
Kapuscinski. Lugares como Balombo, “una pequeña ciudad que no para de cambiar
de manos”, Benguela y sus palacios
vacíos; “un lujo indescriptible para cualquier plan municipal de vivienda” o
Lubango “ese gran jardín de todos los colores del arco iris” dejan un sabor
agridulce a lo largo del camino que lleva a Sudáfrica.
Niños que matan por pintar en un
mundo donde el arte no tiene cabida, barrios de
nube de polvo y ceniza semejantes a “los decorados semiderruidos que se
construían en las afueras de Hollywood”, puestos de control que se salvan con
el humo del tabaco. Todo ello es el núcleo del realismo con el que Kapuscinski
cuenta su experiencia al atravesar junto tres desconocidos toda una selva de
territorio enemigo.
Sin embargo, la obra que este
autor presenta va mucho más allá de dicha experiencia. No solo se conforma,
pues, con un mapa de fotografías repartidas en capítulos como piezas aisladas
que acaban por unirse para formar un todo, sino que entre los recursos
expuestos anteriormente de forma superficial, son dignos de mención la mayoría
de sus arranques. Llegando a Humbe, por ejemplo, el lector puede hacerse con la
imagen nítida de lo que significa transitar entre destacamentos que se aferran
a un espacio marcado por fuentes de agua. Poco antes, en la frontera con
Namibia, el uso de elementos ortográficos marca la diferencia entre un
reportaje al uso y la autenticidad de una obra de no ficción como la analizada:
La superficie
cubierta por círculos corresponde a la selva. La de puntos, al desierto. La
superficie azul significa Atlántico. Las letras PN, parque nacional: leones,
elefantes, antílopes…Un 5 en rojo: han caído cinco de los nuestros. Un 7 en
negro: han caído siete de los otros. A continuación más cifras en rojo y en
negro, formando dos filas descendentes, sin la raya del total, porque la cuenta
de la muerte, su suma y sigue, continúa abierta.
Si bien la enumeración constituye
el pilar del párrafo, no quedan de menos el empleo del punto y seguido, así
como los dos puntos. Ni que decir tiene el uso de la repetición en los números
para otorgar al texto una musicalidad propia del género de la poesía.
Pero no todo son halagos para un
escritor que, antes que escritor es persona y, como tal, conserva equívocos en
sus historias. Tal como enuncian los proverbios, sentencias y dichos latinos
traducidos en portada, “no todos lo podemos todo” y el léxico de este autor se detecta con facilidad
conforme uno va acumulando pasajes: sol, calor, seco, agua, sed, árida…
palabras que derivan del mismo campo semántico y no dejan de hacer su aparición
como parásitos a lo largo del relato.
Poco más cabe añadir a la lista de erratas de
la obra. Tal vez si es cierto que el modo en que se estructura pueda causar
confusiones, en tanto que éstas no quedan del todo conexas a pesar de tratarse
de una historia constituida como unidad. O que al menos así lo pretende. Esta
necesidad de una unidad narrativa se ve, en cambio, compensada en la carta con
que Kapuscinski pone cierre al calificado por J. Estefanía como “diario
íntimo”. En ésta da reconocimiento del resultado final de una guerra que se
prolonga “ad infinitum” debido a la explotación de diamantes y petróleo, así
como hace recuento de los principales personajes que sirven de guía a lo largo
del viaje: Diógenes, Farrusco, Ndozi,..., así hasta llegar a Cartagena, la
camarera del Hotel Tívoli. Es decir, se trata de un cierre en círculo propio
del reportaje interpretativo que nos recuerda cómo hemos llegado hasta allí.
Ahora, por desgracia, la batalla
sigue. Nuevos frentes se abren bajo el mismo motivo que es ninguno, pues nada
justifica el saldo de un millón de vidas. Vidas que cobran voz de la mano de
corresponsales que, inspirados en Kapuscinski, apuestan por el periodismo
honesto, por conceder prácticamente gratis Un
día más con vida a nuestra profesión.