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La vida es irónica:
Se necesita TRISTEZA para conocer la FELICIDAD, RUIDO para apreciar el SILENCIO y AUSENCIA para valorar la presencia

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jueves, 22 de febrero de 2018

VEINTICINCO


 Uno cumple años dando saltos en el tiempo. Yo cumplo 17 cada vez que me divorcio de mi, y vuelvo a los 35 cuando dejo de ser yo para ser solo un número con el que ir a fichar. A veces tengo 14 o menos, y discuto con mi hermana ¡qué envidia! ¿quién tuviera 10 años y una vida por delante para todo? A veces me caen 100 años, cuando  la muerte llega a expropiar mi casa. Pero me conservo con mis altibajos en unos malditos y benditos 25 que aún no se han instalado: 


Veinticinco veces siete dura la esclavitud de mis años,
veinticinco veces febrero huérfano de discusión con la bahía.
A mis veinticinco, quién lo diría, la infinita muerte se estrecha
y toca sentar cabeza en el regazo de los días.

Un cuarto de siglo caminando hacia marzo con desidia,
veinticinco encajes de espuma que borran
el terco aprendizaje de tus pisadas gemelas
en la orilla de una historia esperando a ser escrita

Veinticinco horizontes tiene la frontera con abril
Veinticinco veces nueve la novena que canta al cambio
Veinticinco tardes de domingo ávido de tus labios
Veinticinco colores distintos para una piel de Mediterráneo.

Son veinticinco los días que en mi Málaga dura el invierno,
veinticinco las noches de insomnio con olor a ropa mojada.
Es un cuarto de siglo donde acaban mis sábanas
y un siglo y cuarto los besos de los que fue testigo mi almohada.

Cuando cierro los ojos me acompañan mis abuelos,
en mis veinticinco racimos de sueños, donde descansan las sombras,
sé que en la sombra ulterior del otro cielo me esperan
con la fe infinita que encierra otras veinticinco primaveras.



Por: Teresa Velasco Castillo. 

lunes, 12 de febrero de 2018

Siempre viva

No todo lo que escribo me gusta al mismo nivel. Digamos que este poema está tan a medio hacer como la vida misma que respira. 

Sé que estoy viva porque en medio de esta hora
al fin las nubes vuelven aclarando la mañana,
sembrando de serena levadura la inquietud
cargando de recreo la soledad, de mar el alma
de silencio los recuerdos que orean el ahora

Sé que aún sigo viva porque el viento
me deja sin resina las ideas
por el grave placer de andar a pie
de latir donde no llega el pensamiento
y sentir que mi piel ya no es tu piel

Después de andar tan mal desnuda,
al fin vestida ando con la prisa
del que solo divertirse quiere

Y sé que estoy viva porque un libro
me llena de recuerdos la sonrisa
y de dolor la herida que no muere.


Por: Teresa Velasco Castillo

miércoles, 7 de febrero de 2018

EPOJÉ

Retomamos la prosa con este relato corto acerca de cómo actuamos (o no) cuando la realidad nos supera. 

Gérard estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada hacia el pasillo. A su derecha, los dueños de la tetería iban y venían cargados de bandejas.
Exhaló el aire lentamente. No le agradaba fingir, pero en esta ocasión no pudo eludir el compromiso. Sus cuatro amigos, sentados en semicírculo, charlaban despreocupados sobre las parcelas cotidianas de la vida.
-         ¿Y tu hermana cómo lleva lo de Lilian?- la voz de Nadia, aguda y de tono elevado, resonó en el solemne espacio de aquel local recientemente reformado.
En su mano derecha sostenía una taza de Chai Latte. Desplazó la mirada a Laura, que respondió con una media sonrisa forzada.
-         Ya sabes cómo son estas cosas. Llevan su tiempo.
Frente a Laura, con más de ochenta mantras tras él y mirando a su mujer con sobria reverencia, se encontraba Samuel. Su oficio de comerciante le obligaba a ausentarse regularmente en casa y, de un tiempo a esa parte, su matrimonio había comenzado a desgastarse.
Lambert, en cambio, atravesaba un excelente momento en su relación con Nadia. En el trabajo no podía decir lo mismo, pero su devoción por las matemáticas le mantenían activo en sus clases como profesor sustituto en bachiller.
-         Por cierto, Gérard, ¿qué fue de la chica aquella...?, ¿Sylvie?
Gérard no soportaba hablar de su vida personal. Tenía vocación de ermitaño y nunca llegó a amoldarse a los cánones que la sociedad imponía a su edad. En las raras excepciones en que salía, utilizaba su particular carisma para conquistar a alguna chica, pero enseguida se cansaba y volvía a su soledad.
Antes de que le diese tiempo a responder, su amigo Samuel se inclinó hacia él tratando de agarrarlo del brazo. La mano rígida se detuvo a mitad de camino. Intentó hablar, pero solo pudo emitir una especie de grito ahogado. Su rostro se volvió de un rojo enfermizo y comenzó a escupir un borboteo espumoso. Toda la sangre parecía agolparse en las venas de su cuello. Entonces, en medio de la habitación, Samuel se desplomó sin vida, mientras todos permanecían inmóviles contagiados por el miedo.

...

El policía, sin desviar la mirada de su libreta, observó con el rabillo del ojo a Gérard. Éste se acercó a la escena del crimen para observar mejor. Tenía sus propias ideas sobre aquel crimen y dudaba del modo de proceder de las autoridades en este tipo de situaciones.
-         ¿y qué relación dice que tenía usted con el fallecido?- la voz del agente se alzaba profunda y pasiva en la sala.
-         Era mi marido-contestó Laura, aún en estado de shock.
El inspector agente acarició distraídamente los rizos de su cuaderno. Sin levantar la cabeza, recorrió la tetería con la mirada y volvió a reunirse con el resto de su equipo.
Gérard, entretanto, seguía absorto en su pensamiento. << Ha tenido que ser alguno de nosotros. Nadie más sabía de nuestra reunión>>,  se repetía constantemente.

Unas semanas después, la policía decidió dar por zanjado el asunto atribuyendo la causa a una muerte súbita por enfermedad congénita no identificada.

-         ¿Cómo que enfermedad congénita?-Samuel nunca tuvo problemas de salud. Ni siquiera sacaba colesterol en sus análisis.- Repetía Laura en un pensamiento a voz alzada.
El sol había ascendido en el cielo y las nubes se habían disipado dando pié a una agradable temperatura. Los cuatro amigos, sentados frente al parque, pasaban las horas ausentes, con los ojos fijados entre la fina línea que distinguía el cielo del mar de Málaga. De vez en cuando, una pregunta interrumpía el silencio. Un suspiro. Un murmullo. Algún ruido procurado del interior de las entrañas. Nunca una respuesta.
-         Yo también bebí de su taza, quizá la policía tenga razón y fue una reacción alérgica o algo, ¿no?- titubeó Lambert en una de esas preguntas.
Nadia permanecía callada, mientras agarraba la mano de Lambert. No obstante, a pesar de no mostrarse muy habladora, Gérard pudo percibir algo en sus silencios y en el modo de mirarlo de reojo.
Tenía una premonición, pero, ¿qué motivos podía tener Nadia, la más alejada de los cuatro?, quizá por eso, con más razón. Quizá Laura no podía soportar más su situación y en un déficit de valentía prefirió envenenar a su compañero de vida. Tal vez hubiera sido Lambert, empujado por su frustración laboral.
De vuelta a casa, Gérard repasó los sucesos del día. Aquella expresión en el rostro de Nadia le dejó confuso. No creía que fuese la culpable, pero ocultaba algo. Esa misma noche, antes de caer dormido, se hizo la promesa de llamarla en cuanto despertase.

                                                                                 ...


En la puerta del Asakusa aguardaba Nadia ataviada con su gabardina beige de entretiempo. Gérard pensó que estaba guapísima, pero enseguida se limitó a su cometido en busca de respuestas.
La entrada del restaurante permanecía vacía. Ascendieron por las escaleras y cogieron mesa junto a la ventana.
-         ¿y Lambert?, ¿qué le has dicho?
-         Ah, Lambert está hoy ocupado con reuniones de trabajo. Cuando me levanté ya se había marchado. Volverá a la noche.
Lo envolvió con su mirada penetrante y Gérard sintió una extraña vergüenza, como si hubiese quedado expuesto y sin ropa a los ojos de Nadia. Ella se limitó a sonreír con expresión triste y a colocar los palillos entre sus dedos índice y corazón.
No hablaron mucho, pero el solo acto de compartir esa comida creó una atmósfera de complicidad que sobrepasaba los límites de una mera relación entre amigos.
A la salida, Gérard se ofreció a conducir, pero Nadia insistió en volverse sola. Se despidieron con un beso cálido en la comisura de los labios. Ninguno se atrevió a dar el paso, pero ambos sabían que tarde o temprano se dejarían sucumbir por el magnetismo irresistible que entre ellos había.

Casi había olvidado el desagradable suceso de la semana anterior en la tetería, cuando al cerrar la puerta de su piso Nadia   encontró una nota junto a la mirilla:

Querida Nadia, soy yo, Lambert, tu esposo. Te escribo para decirte que no volveré. Que te he querido y te quiero, pero no como debería y ya no puedo esconderme más. Estoy enamorado de Samuel. No dejo de pensar en que quizá, si hubiese sido sincero desde el primer momento, ahora estaríamos juntos. Quién sabe. No te pido que me perdones después de esto, pero no puedo seguir como si nada hubiera pasado. Lo siento. El tiempo lo curará todo. Sinceramente, Lambert. 


Con apuro, Nadia descolgó el teléfono para llamar a su mejor amiga. Un tono, dos, tres... nadie respondía al otro lado de la línea. Decidió salir. Volvió a coger el abrigo del ropero y cerró la puerta con lo puesto.
La parada del autobús estaba desierta. Faltaban más de veinte minutos y el tráfico no favorecía la situación, así que echó a andar apresurando su marcha hasta levar los pies del suelo y correr. El camino unía grupos de edificios destinados a vivienda, una escuela y un par de hoteles para extranjeros con alto poder adquisitivo.
Atravesó el cruce y continuó por el paseo marítimo Antonio Machado hasta el Burguer King. Allí dobló la esquina y siguió unos metros hasta dar con el piso de Laura. El portal estaba abierto. Tomó el ascensor y, una vez delante de su número, golpeó enérgicamente la puerta sin obtener respuesta alguna.
Se detuvo unos segundos. Pensó en llamar a Gérard, pero acto seguido descartó la idea. Los pensamientos se aturrullaban generando un tropel de dudas en su mente.
...

Estaba prácticamente decidida a volver cuando se vio detenida por el ruido ensordecedor de un disparo. Su origen provenía del interior de la casa de Laura. Nadia corrió escalera abajo haciendo caso omiso de la puerta que se abría tras ella. No había alcanzado al segundo, cuando se cruzó con Gérard, que subía agitadamente.
-         Ha sido Lambert, tenemos que darnos prisa.- decía mientras agarraba su mano.
-         Demasiado tarde- dijo Lambert doblando la esquina a la vez que sostenía un revolver colt en su mano izquierda.
-         Pero... ¿por qué?, tú no eres así-murmuró Nadia con ojos llorosos
-         Lambert, escucha, estamos todos muy nerviosos, baja el arma
-         Y vosotros... ¿qué demonios sabéis?, ¿quién te da permiso para decir si soy o no así? No tenéis ni idea de por lo que he pasado. ¿Tu sabes lo que es tener que matar a la persona que amas, para no perder tu vida? A tomar por culo todo... Nadia, Laura, tú, Gérard...
Lambert cerró los ojos y apretó el gatillo. Su expresión palideció al momento. Todo su cuerpo se desplomó como un amasijo de huesos contra el ascensor. Por su sien corría la sangre color púrpura y enseguida se formó un charco.
Nadia no pudo contener el espanto. Entonces, aferrada a los brazos de Gérard, se negó a si misma aquel engaño al que había estado sometida toda una vida y salió sin más por la puerta. 


Por: Teresa Velasco Castillo









jueves, 1 de febrero de 2018

Tengo miedo

¿Quién no ha sentido miedo de la respuesta? ¿Quién no teme la muerte aun tratándose de un hecho anecdótico?

Tengo miedo. Miedo de que un día los sitos más escarpados
Sean nivelados a la ciudad enferma.
Tengo miedo de volverme esclava,
De olvidar mi grito de mujer en el ruido discordante
Del género humano.

Tienen mis ojos un corazón abierto con la fe del regreso,
Con la esperanza de no ser juzgados
Con el calor de la injusticia, me siento
Un universo infinito abandonado en el desierto de tus manos.

Tengo miedo de esta princesa cansada de soldados
De su cabeza infinita de versos tristes
Que se abren como la yaga de la tarde en el cielo.

Tengo miedo porque te quiero. Por el vacío de los recuerdos
Que no supieron esconder estrellas.
Tengo miedo de ser yo misma la fruta amarga de mis poemas,
Una huella perdida en las angostas celdas de luz de tarde.

Será el vacío de esta nación sin sueño americano,
Mas tengo miedo del miedo esclavo de la tristeza
De esta tierra ya cansada de oír mis quejas.

Tiene mi boca un crepúsculo de preguntas
Un valle de cumbres mordiendo la nube de Dios.
Tengo miedo de la vida esculpiendo su voz en mi orquesta
De encontrar la muerte y con ella todas las respuestas.



 Teresa Velasco Castillo