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La vida es irónica:
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jueves, 17 de mayo de 2012

“El periodismo tiene que ser un constante juego de empatías”

Es un arquitecto de verdades. Su oficio fue el de construir. Su instrumento las veintiocho letras de nuestro alfabeto. Gonzalo Fausto, el que fuera autor de las “Cartas al viento”  da hoy una lección de humildad a aquellos que creemos ser  más jóvenes.
Sentado a los pies del Mediterráneo, en una “terracita” por donde desfilan malagueños de toda índole. Cordobés de nacimiento, calza unas deportivas casi intactas con las que cuesta creer que haya recorrido tanto.
Trabajó con sucesos que eran comentados  por cada rincón de Badajoz y, a pesar de los muchos motivos para jactarse, la modestia sigue siendo su mejor aliada.
 Reclama el tuteo. Se genera una atmósfera de empatía. No pregunto. Dejo hablar:  
Yo te quería decir que,  ya cumplidos los ochenta y cinco, he tenido la fortuna de coger muchas etapas del periodismo.  Yo empecé escribiendo en una mesa redonda. Todos los periodistas esperábamos la llegada del conserje “¿Quién lleva…  sucesos?” Entonces se trabajaba con los teletipos. Se pegaban renglón a renglón, se corregían y  se  ponía el título.
La rotativa era  como los molinos del Quijote: Gigante. Gonzalo tuvo la oportunidad de pararla.
Solamente podía pararse si pasaba algo muy importante. Un día tuve que hacerlo “Baje usted corriendo,  pare la rotativa y le dicta usted al linotipista…”
De ese periodismo tan primario, donde  bastaba con un lápiz, un block de notas y un carnet, Gonzalo llegó a trabajar con los primeros ordenadores. La comunicación, ahora, es más fría, asegura.  “El periodismo tiene que ser un constante juego de empatías”.
Llega el camarero. De repente una oleada de luz me calienta. Hay que poner el futbol, así que cargo mis artefactos y bajo las escaleras haciendo malabares. Nos sentamos fuera. Hay mucho ruido, pero si prestas atención todavía se puede oír el crujido de las olas.  
¿Cómo eran las relaciones con el poder?
 Durante la dictadura no dejaban decir nada en relación con la política. Se hacía un periodismo más interhumano donde se permitía que la gente llevase las noticias, y se generaban tertulias. Era un periodismo más entrañable.
En ese periodismo  de noticias cercanas e infancia remota no era poco común reunirse al cierre de la redacción. En uno de aquellos encuentros se presentó un famoso juez. Éste, cuenta la anécdota,  interrumpió en la sala con toda una fortuna. “Esto se lo ha encontrado un labrador arando y lo ha traído al juzgado”,  alegó el recién llegado. “Un tesoro es hallado por un labrador”. Bastó para hacer noticia.
También aquí  hubo un político que, en vez de decirte “no preguntes”, cargaba de fotocopias a su jefe de prensa sin dar tiempo para leerlas. Cada vez que preguntaba algo, me decía “Lo tienes ahí Gonzalo. Está ahí, en las fotocopias”  Normalmente te ibas sin preguntar, pero te llevabas lo que él quería que vieras.
La tarde empieza a caer. Una suave brisa nos recuerda que aún quedan unos meses para el verano. Me distraigo. Antes de que diga nada me detiene.
 Cuando en las academias de policía terminas te dan la pistola diciendo  “cuidado que con esto puedes matar, úsala bien” A  los periodistas nos dan un arma más poderosa, nos dan  la posibilidad de escribir en los medios de comunicación y decir algo de alguien, que si no es verdad, puede hundirlo. Cuando ya mi cuerpo no proyecte sombra –dice recordando a Machado-  no olvides nunca que tuvimos esta reunión y que te advertí sobre el puñal de las palabras. Entonces, me explica que una vez arrancadas las plumas de un ave, es muy difícil volver a pegarlas.
Bolígrafo, papel, grabadora… ¿Qué no puede faltar en una buena entrevista?
Tienes que definir bien al personaje.  Decir cómo es, cómo lo has visto. Las entrevistas con mucho fondo ya están cerca de la novela. Así, hay muchos periodistas que se convierten en grandes escritores como Pérez Reverte o Almudena Grandes.
¿A quién entrevistaría mañana?
Entrevistaría al economista que guardara la clave de cómo resolver el gravísimo problema de la economía española.
 El periodismo es un oficio para hacer mucho bien, pero también se puede hacer mucho daño. Gonzalo, desde luego, no. Él ha construido, ha creado, de forma indiscutible, espacios en nuestros corazones. Puso los cimientos para que toda esa retahíla de letras sin molde  pudiese calar en la memoria.
Da el último sorbo a su bebida y saca un sobre. “Curiosidades lingüísticas y de léxico sobre la inmortal novela cervantina” acierto a leer. Pero hay más. “Oración del periodista” por Robert Conbine. Un texto con el que levantarse cada mañana. “Anáfora” por Gonzalo Fausto. Me detengo. “Serás joven mientras tengas ilusiones”.  El “cuando” es lo de menos, el caso es tenerlas, pienso.
Nota: Por motivos técnicos las correcciones no están subidas. Disculpen las molestias.
Teresa Velasco Castillo

martes, 8 de mayo de 2012

Crónica: Días en que nos paramos a pensar

Sábado cinco de mayo. Un reflejo pinta las aceras de azul mar. Es Málaga y aunque el cielo venga encapotado todavía se puede soñar con torres de sol. Las malagueñas se pasean con sus andares garbosos. El día previo al “día de la madre” y toda Calle Larios encharcada por un puñado de sueños.
Las seis de la tarde. Es tiempo de ponerse las pilas. Pero “¿Qué le compro a mi madre?” se preguntan los hijos/as casi ejemplares en este siglo. ¿Regalos prácticos o sentimentales?
Paula, una joven de dieciocho años (a veces más), tiene la respuesta. En una familia donde cada detalle sirve a toda una colección llena de memoria, los obsequios pueden ser algo útil y a la vez despertar nuestros valores. Su hermano, e incluso su padre,  le encargan la afanosa tarea de tomar decisiones. Ella la asume en virtud de su vocación para el manejo eficaz de las compras y nos lleva a recorrer cada esquina del centro.
Este día que algunos atribuyen a “San Corte Inglés” vuelve como en los viejos tiempos en que fue creado por Julia Ward Howe (1870) para que cada familia honrase a su madre.
Empieza una nueva etapa. Los últimos rayos de sol  proyectan sus sombras sobre el recorte de palmeras sobrevivientes. El escarabajo picón hace lo propio en los muñones de éstas y el viento remata la faena. Mientras tanto, una empleada a tiempo parcial reparte amapolas en la Plaza de la Constitución. Los niños y las niñas dotados de  paciencia suficiente aguardan al mañana con toda suerte de manualidades bajo el brazo.
Empieza una nueva etapa. Volvemos al origen. ¿Qué significa este día? Habría que preguntar a cada una de las familias que conforman el mosaico cultural de nuestra aldea. Eso sí, cada vez más global. Ni siquiera podemos ya  hablar de occidente, sino de un mundo de interpretaciones varias.
Ya lo decía Heráclito “No existe en la realidad nada que sea siempre igual, porque lo único real es el cambio”. Cambia el Estado, cambia la sociedad, cambia la familia. Ya no estamos ante el modelo nuclear compuesto por marido, mujer e hijos. La unidad familiar ya no es  centro gravitatorio de nuestro desarrollo. Lo es la diversidad.
Familias reconstruidas. Monoparentales por ruptura. Madres solas por elección y ¿por qué no? También padres. El día de la madre, proponen algunas escuelas, no debería ser un culto a la figura de la madre como tal. Es un verdadero reconocimiento a la familia, una reunión de creencias perdidas en el paraíso de las nuevas tecnologías. ¿Consumismo? Habrá de todo. A “más azúcar, más dulce”. 
Paula entra en Granate y  pone fin a su ruta. Las nueve menos cuarto. El reloj ya no entiende de horas. El rímel de sus ojos pide a gritos una copa en las tabernas del mar. El pedrega, tal vez la Manquita quién sabe cuál será el próximo destino.
Domingo seis de mayo. Amanece el día con claros. Solo los corredores más tempranos eluden al abrazo de sus madres. Atraviesan el rastro. Están locos. El sonido de sus zancadas, cada vez más leve, reúne un pelotón de cómplices a la altura del Tintero.  Los camareros preparan las terrazas y se les viene el mundo encima cuando olfatean ese instante de libertad.
Las tres de la tarde. Aforo completo allá adonde se pueda comer “pescaito”. ¿Dónde está la crisis? Málaga está llena de madres, y de hijos capaces de endeudarse por unos espetos,  un buen plato de paella o una semana en la feria de abril en Sevilla. Si bien es cierto, las cosas no están tan caras ni tan baratas como las pintan. No hace falta salir de casa. Un bizcocho de “la tita” y una buena taza de café. La tarde está echada.
Por el paseo marítimo Ruíz Picasso van  las madres charlando con sus hijos y las bicis haciendo malabares. Son las nueve menos cuarto ya pasadas. Apura una moto la luz verde. Un frenazo. Un golpe helado. Un joven en el suelo. No se levanta. Acuden los curiosos como moscas. Todos con el móvil en la mano. ¿Han llamado? ¿Quién llama? El tráfico se colapsa y en pocos minutos (parecieran horas) se forma una hilera de vehículos.
Las nueve menos cinco. La ambulancia no viene. Tampoco la policía local. El joven sigue tumbado con el casco. Los coches lo sortean por los lados.
Las nueve menos diez. Aterriza la ambulancia sobre el herido. Collarín. Camilla. Demasiada gente. Llega al fin también la policía. Lázaro y dos compañeros. Uno dirige la fila de coches. La situación parece remediarse.
Recapitulando. Días en que pensamos sin parar y días en que nos paramos a pensar. ¿Qué será de la madre o padre de aquel joven?
Lunes siete de marzo.  Al buen tiempo mala cara. El tedio de la vida vuelve a hacer estragos.

(Teresa Velasco Castillo)

martes, 1 de mayo de 2012

Cien años de soledad

Esta mañana perdí mis gafas. Parece que nunca como ahora he estado tan ocupada, y sin embargo, no hago más que dar vueltas de la cama al salón y viceversa.  En mis reducidos itinerarios por los pasillos, a veces, hago una parada por el aseo a fin de intentar inútilmente encontrarme en el espejo.
“Lo esencial es no perder la orientación” me decía recordando  al primer José Arcadio, en la obra de García Márquez (Gabo para casi todos),  poco antes de dar con un enorme galeón español.  Pero sin querer, harta de esquinas insidiosas que aguardan a los pies descalzos, volvía una y otra vez al mismo sitio, como si el tiempo no pasara, sino que diese vueltas en redondo. Ya Úrsula lo advirtió poco antes de rendirse a la muerte.
Luego, tras pasar por enésima vez delante de la cómoda y siguiendo en vano con este paralelismo,  pienso en una buena excusa por la que autoenclaustrarme en mi habitación a entregarme a tareas poco o nada productivas. El coronel Aureliano lo hacía con sus pescaditos de oro y yo, en una suerte de círculos viciosos, manías y costumbres perniciosas,  gasto mi escaso tiempo en la  búsqueda insaciable  de esa excusa: tengo que encontrar mis gafas.
Tal vez ya las haya mirado sin verlas, como también sucede en esta historia memorable y cada vez más en nuestra realidad. O tal vez necesite estar ciega para ver, como Úrsula Iguarán negándose a asumir el desgaste de los años.
No lo sé. En cualquier caso, este libro es distinto. Los quinientos mil ejemplares vendidos en los tres primeros años y los dieciocho contratos de traducción firmados a los pocos meses de su salida no son más que otro indicador de la magia y la verdad que esconden sus páginas. Sus comparaciones con La Biblia o el Quijote dan mucho que pensar, aun después de haber releído la obra.
 Llego cuarenta y cinco años tarde, ni uno más (la primera edición se publicó en mayo de 1967, que gran mes mayo).

Tal vez sea cierto que al final las cosas aparecen en lugar y en el momento en que nos salimos de la rutina.
 Al acostarme encontré mis gafas. Estaban junto a la almohada.

(Teresa Velasco a 1 de mayo 2012)