No soy normal. Cometo excesos lingüísticos. No conmuto con
mi conjugada traspuesta, ni me concentro siguiendo la tangente en su punto de
tangencia. Es más, de un tiempo a esta parte ni me concentro, ni me distribuyo
dentro de ninguna probabilidad de las dispuestas por ese tal Gauss y su
retintinante campana. Simplemente dejo hacer a mi anormal sistema hormonal sus
funciones, a veces alteradas por la maldita y bendita cafeína. Soy una
declaración manifiesta contra la norma de despertar cuando salga el sol y,
francamente no me preocupa demasiado.
En este sentido, la bicicleta, es una metáfora útil para la
vida. La motivación no busca ni formas, ni referencias. Alcanzar la cima es ya
un criterio verdaderamente relevante para quienes vamos en la vida con la
inercia que presta el llano.
Así, lo normal es
subir por carriles con bici de montaña, plato pequeño y piñón grande para menor
resistencia, y, sobre todo, anticiparse a los cambios. Yo, sin embargo, soy más
de guardarme el último con la despreciable esperanza de que el final sea largo.
Mi amigo Rosseau lo
vería claro. La normalidad, a buen seguro, sería fruto de su contrato social,
ese que nos estafa y nos limita. Aquel que obliga a renunciar a uno mismo en
virtud del amparo de todos y nos hace menos locos y menos obsesivos y en muchas
ocasiones menos felices.
Somos diferentes, gilipollas a veces, cursis algunos,
idealistas los jóvenes y también los viejos no tan mayores. Somos tan volátiles
como la rasante que quiebra de un llantazo nuestros sueños. Y al final lo
normal se vuelve funcional. Así de simple. Aquello que funciona. A mi manera o
la del vecino del séptimo. Una virtud tan niña e inquieta que no me deja ganar nunca
al escondite.
Teresa Velasco Castillo