Cuando en 2003 Alejandro González Iñárritu estrenó 21
gramos, yo apenas había cumplido los nueve años. Recuerdo insistir cada vez que
pisaba el videoclub con mi padre por conocer dicha historia. Las historias del
alma, desde que tengo uso de conciencia, son las que más atraen mi curiosidad.
Quizás por ser una consideración ligada a la limitación de nuestro conocimiento
o tal vez por el anhelo de una identidad con la que sentirme yo.
En cualquier caso, no ha sido hasta hoy que he podido
disfrutar la película y, tal como vaticiné en su momento, se trata de un
conjunto de lecciones que dejan huella.
Pero, antes de explicar el porqué, toca repasar su sinopsis:
La película comienza con una serie de flash back dónde se
intercalan tres historias que al final convergen en una sola.
Sean Penn aparece como Paul Rivers, un profesor
universitario que, enfermo, espera un trasplante de corazón. Su pareja, Mary
(Charlotte Gainsbourg) quiere a toda costa un hijo, pero sus problemas de
fertilidad a causa de un anterior aborto hacen casi imposible sus deseos e
insiste en aplicar la inseminación artificial para el caso.
Paralelamente, Naomi Watts
encarna el papel de Christine, una ex toxicómana que ahora lleva una
vida feliz junto a su esposo Michael (Danny Huston) y sus dos hijas.
La tercera y última de las relaciones que se muestran es la
protagonizada por Benicio del Toro, un ex convicto que, desde su reinserción en
la sociedad, ha adoptado las doctrinas de la religión cristiana como los pasos
de su salvación.
Estructura
La narración cinematográfica de 21 gramos se presenta como un auténtico rompecabezas o,
como la mayoría de los críticos afirman, un puzzle
cuya coherencia no se adquiere hasta bien avanzada la historia.
Las primeras imágenes se corresponden con el final, esto es,
con la reflexión de Paul (Sean Penn) en su lecho de muerte. Desde ahí, empiezan
a encadenarse los hechos dando inicialmente más espacio al personaje del
profesor.
Una vez se conoce el accidente en el que Jack Jordan
(Benicio del Toro) atropella al marido y las hijas de Christine, la trayectoria
de la narración da un giro y, si observamos los tiempos, las escenas tienden a
ser más prolongadas y menos aisladas entre sí.
Es en este punto que podemos ver la escisión dentro del
personaje de Jack, que, pese a haber cambiado su comportamiento según lo
dictado por las creencias religiosas, parece no poder escapar al pasado. Esta vez, sin embargo, sale exento de cargos
por falta de pruebas y, será entonces, cuando su conciencia ejerzca el mayor
castigo de todos.
Paul, por su parte, insiste en averiguar quién fue su
donante y, a través de un detective privado, llega hasta Christine. La conexión
es casi inmediata y Paul pronto abandona a Mary y emprende una nueva vida.
Cuando las cosas parecen funcionar, sin embargo, la salud del profesor comienza
a deteriorarse.
Sin nada que perder, Paul se hace con un arma y decide
vengar la muerte del marido y las hijas de Christine, pero, a la hora de
disparar no puede más que amenazar a Jack pidiendo su huida. Jack, en lugar de
marcharse, sigue a Paul hasta la habitación del hostal donde se hospeda con Christine y comienza un forcejeo con ambos.
En el revuelo, Paul se dispara a sí mismo en el pecho. La escena finaliza en el
hospital, con la reflexión que citamos al inicio.
Conclusiones
¿En qué consiste mi identidad?, ¿Qué constituye el carácter
respectivo de cada uno, el “yo soy”?
Son muchas las ideas que podemos extraer de la película,
pero si me dan a elegir, me declino por el problema de la identidad personal y
el peso de la conciencia, si es que ésta se da.
Cada personaje de la historia se define por sus acciones,
por su pasado e intención futura, por su interpretación de sí mismo para los
demás y también por la que los demás hacen de él. Es más, en el caso de Jack,
son los “otros” quienes empujan al ex convicto hacia su anterior identidad.
Por eso no se trata de un simple cruce de almas. No estamos
ante un telefilm de sobremesa, sino ante un mapamundi que aguarda en su seno al
barco de Teseo, el caso Brownson y hasta las vísceras de un determinismo humano
radical.
Para los que crean en la existencia de un alma, la historia
de cada vida está condenada a repetirse hasta el desgarro. Para los que somos escépticos, que no fríos, existe
una vía de escape al “yo fui”: “yo soy”. Una cierta y remota cicatriz no es
nuestra identidad. No tiene el mismo impacto un recuerdo que la impresión vigente
de nuestra imagen.
Yo soy este edificio de derrumbamientos en permanente
construcción. Mi identidad como tal está sujeta al cambio continuo al que me
obliga el mundo, los acontecimientos, la muerte.
Aquí, en 21 gramos, la muerte es el motor del cambio de tres
vidas. En sus manos, luego, está si volver a su caligrafía primitiva o retomar
el texto en limpio y con buena letra.
Comentario por: Teresa Velasco Castillo.