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miércoles, 13 de noviembre de 2019

La virtud de ser normal


No soy normal. Cometo excesos lingüísticos. No conmuto con mi conjugada traspuesta, ni me concentro siguiendo la tangente en su punto de tangencia. Es más, de un tiempo a esta parte ni me concentro, ni me distribuyo dentro de ninguna probabilidad de las dispuestas por ese tal Gauss y su retintinante campana. Simplemente dejo hacer a mi anormal sistema hormonal sus funciones, a veces alteradas por la maldita y bendita cafeína. Soy una declaración manifiesta contra la norma de despertar cuando salga el sol y, francamente no me preocupa demasiado.

En este sentido, la bicicleta, es una metáfora útil para la vida. La motivación no busca ni formas, ni referencias. Alcanzar la cima es ya un criterio verdaderamente relevante para quienes vamos en la vida con la inercia que presta el llano.

 Así, lo normal es subir por carriles con bici de montaña, plato pequeño y piñón grande para menor resistencia, y, sobre todo, anticiparse a los cambios. Yo, sin embargo, soy más de guardarme el último con la despreciable esperanza de que el final sea largo.

 Mi amigo Rosseau lo vería claro. La normalidad, a buen seguro, sería fruto de su contrato social, ese que nos estafa y nos limita. Aquel que obliga a renunciar a uno mismo en virtud del amparo de todos y nos hace menos locos y menos obsesivos y en muchas ocasiones menos felices.

Somos diferentes, gilipollas a veces, cursis algunos, idealistas los jóvenes y también los viejos no tan mayores. Somos tan volátiles como la rasante que quiebra de un llantazo nuestros sueños. Y al final lo normal se vuelve funcional. Así de simple. Aquello que funciona. A mi manera o la del vecino del séptimo. Una virtud tan niña e inquieta que no me deja ganar nunca al escondite.


Teresa Velasco Castillo

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