Llegué hacia la mitad de septiembre. Después de un viaje
interminable creí que al fin pisaba tierra y en medio de aquellas pistas
heredadas del franquismo quise poner en pie mi nuevo hogar.
Al segundo mes ya estaba más institucionalizada que el viejo
Brooks en Cadena perpetua, solo que
al salir de esos muros volvía mi
conciencia y todo se relativizaba. En cualquier caso, echaba y echo de menos
las sensaciones de mis primeros días lanzando a canasta bajo la atenta mirada
de un sol que hoy completa su ciclo.
Supongo que la esperanza ha terminado por volverme loca y
eso me ha mantenido siempre con vida, pero ahora que acaba el año, y por primera vez "tengo algo pendiente", el pabellón resulta
más gris y vacío, aun con todo un curso esperando graduarse.
Me doy cuenta de que la tormenta ha causado estragos en mis
manos. Tengo las uñas más escondidas que nunca. Desiguales por parejo.
Inhabilitadas para deshacer los nudos que se amotinan en mi garganta queriendo
salir Dios sabe por dónde.
No puedo culpar a nadie de mi fracaso como atleta, porque
por más que me empeñe, mi talón de Aquiles me seguirá doliendo literal y
metafóricamente. Pero de haber sido más joven, aún estaría dando las gracias
por la oportunidad de ser como el resto, porque en el fondo siempre he querido ser como esos jóvenes que saltan y vuelan con alas en los
pies.
En parte sé que nunca podré volar como ellos. Soy mucho más terrenal,
mucho más inestable y una completa extraña de mí misma. Me desconozco tanto que hasta me extraño
cuando hago las cosas bien. Y después de cientos de vueltas de vals a la orilla
de mis posibilidades, no descarto llegar una mañana de junio y saltar más alto
que nunca, pero tampoco creo en los milagros.
“Largo y escabroso es el camino, que del infierno conduce a
la luz” decía Morgan Freeman en una de sus grandes interpretaciones. Pues bien,
del infierno se puede salir, así que el cielo
no debe de ser tan difícil de alcanzar.
Teresa Velasco Castillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario