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domingo, 23 de septiembre de 2012

Diálogo de sordos


Una vez, en la ciudad de Estocolmo, un hombre avisó a su médico de cabecera. Como eran amigos, hasta se atrevió a interrumpir su sueño una noche de invierno:

-                   Igmar, soy yo, Magnus. Perdona que te llame a estas horas tan intempestivas.
-           ¡Ah, hola! ¿Cómo te encuentras?
-          Muy bien, muy bien… Es que estoy un poco preocupado por mi mujer.
-           ¿Qué tiene? Si no hace demasiado que cenamos juntos y estaba perfectamente.
-           Mira, Igmar, me parece que se está quedando sorda.
-          Eso no puede ser, hace menos de un mes que nos vimos y estaba perfectamente. Nadie se queda sordo sin una causa justificada. ¿Acaso se ha resfriado?
-          No, no, no ha tenido nada, pero tienes que creerme, se está quedando sorda. Necesito que la visites a fondo.
-          Bien, entiendo tu preocupación. Venid a mi consulta el jueves por la mañana, a eso de las once, y lo miraremos.
-         ¿Seguro que es conveniente esperar tanto? ¿Y si la enfermedad empeora?
-         ¿Y si solo es una cosa sin importancia? ¿Ya no te acuerdas, Magnus, de lo preocupado que estabas por tu hijo aquella vez que pensabas que había cogido una pulmonía y era un simple resfriado? Piensa que ahora puede ser un tapón de cera o una afección temporal.
-          Sí, pero ¿y si no es así?
-          Tranquilo, ya lo arreglaremos todo. ¿Cómo te has dado cuenta de que tiene esta clase de problema?
-         Pues, porque la llamo y no contesta.
-          ¿Dónde estás tú ahora?
-          En el estudio.
-         ¿Y ella, dónde está?
-          Me parece que en la cocina.
-          De acuerdo. Recuerdo muy bien la distancia que hay entre los dos lugares de la última vez que estuve en vuestra casa. Llámala desde aquí.
-          ¡Maríaaaa! … ¿Ves?, nada.
-          ¡Más fuerte!
-          ¡Maríaaaaaa! ¿Te das cuenta? ¡Ya te he dicho que era grave!
-        ¡Pues va! Ahora acércate a la puerta de la cocina y vuélvelo a intentar.
-          ¡Maríaaaa! Nada, ni caso.
-          Coge el inalámbrico y búscala.
-          ¡Maríaaaa! ¡Maríaaaaa! ¡Maríaaaa! ¡Estoy detrás de ella y no reacciona!
-          Acércate más.
-         Es imposible.
-         Tócala en el hombro.

Magnus hizo caso a su amigo y puso su mano sobre el hombro derecho de su mujer, que planchaba unos pantalones azules de algodón del hijo menor. Reaccionó sin sobresaltarse.

-         ¿Se puede saber qué pasa? Hace media hora que te estoy diciendo que qué quieres y no me oyes. ¡Venga!, ¿qué quieres? ¿Qué quieres? ¡Siempre igual! ¡No hay manera! ¡Cada día estás más sordo! ¡Tendrás que llamar a tu amigo Igmar para que te visite a fondo…!

(Adaptación: J. Bucay, Déjame que te cuente)



COMENTARIO: 

Son cerca de las dos de la tarde y, aunque vivamos bajo el mismo techo, los verdaderos días familiares hace tiempo que acabaron. O al menos tal como se han dado a conocer hasta ahora. No es que ya no me hable con mis padres, pues nunca he sido muy partidaria de achacar el silencio a unos años difíciles, pero ya no se hacen paellas todos los domingos.

Eso me hace pensar en si es mejor el silencio o el inconexo soliloquio del amigo egocéntrico. En sí realmente la verdad vale la pena o la mentira engloba mucho más de todo aquello que amo. Verdad, por llamarla de algún modo. Verdad intoxicada de creencias, deseos, prejuicios y aspiraciones de carácter personal. Verdad infectada también por un estado de ánimo.

“Es preciso librarse de los prejuicios si se quiere conocer la verdad” y por tanto, procuro mirar del mismo modo a mi familia que a mi grupo de iguales. Es decir,  “hace tiempo que me importa un comino” que mi padre sea mi padre y sea mi amigo.

Pero ciñámonos al texto. Las palabras comunican más que una simple historia. Leer es algo así como escuchar a un escritor, como viajar en el tiempo y sonreír a los fantasmas del pasado. Como traerse al presente cada verso de Bécquer y remover los resortes que configuran nuestro “yo”.
Esta breve narración contiene las miles de relaciones que se establecen entre personas. Y aquí me acuerdo de Punset. ¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?, o simplemente, ¿por qué somos tan cabezones? ¿Por qué no reconocemos nuestros problemas?

Rara vez he visto admitir a un compañero el hecho de haberse equivocado y muchas veces, en cambio, he oído como la gente  justifica un suspenso culpando al profesor, amigo, padre, etc. Lo mismo sucede con las carreras. Lesiones, resfriados u obstáculos que se interponen entre nosotros y nuestro reto. Pero detrás de todo ello está la verdad. Escucharla es otro asunto difícil.

 ¿Cuándo prestamos realmente atención a una conversación? Más de una vez actuamos por compromiso, perseguimos un fin o sencillamente nos vemos reflejados en la conversación. Realmente no son tantas las veces que escuchamos y sí aquellas ocasiones en que nos escuchamos.

 A veces el silencio se hace urgente para ir al interior de uno mismo, y otras veces ese interior es tan agitado como una avenida llena de coches. El caso es que ninguno de los personajes está sordo y ninguno escucha.

Y eso sí que es algo verdaderamente irónico. 



(Málaga a 23 de Septiembre de 2012 Teresa Velasco Castillo)

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