Una vez, en la ciudad de Estocolmo, un hombre avisó a su
médico de cabecera. Como eran amigos, hasta se atrevió a interrumpir su sueño
una noche de invierno:
- Igmar, soy yo, Magnus. Perdona que te llame a estas horas tan intempestivas.
- ¡Ah, hola! ¿Cómo te encuentras?
- Muy bien, muy bien… Es que estoy un poco preocupado por mi mujer.
- ¿Qué tiene? Si no hace demasiado que cenamos juntos y estaba perfectamente.
- Mira, Igmar, me parece que se está quedando sorda.
- Eso no puede ser, hace menos de un mes que nos vimos y estaba perfectamente. Nadie se queda sordo sin una causa justificada. ¿Acaso se ha resfriado?
- No, no, no ha tenido nada, pero tienes que creerme, se está quedando sorda. Necesito que la visites a fondo.
- Bien, entiendo tu preocupación. Venid a mi consulta el jueves por la mañana, a eso de las once, y lo miraremos.
- ¿Seguro que es conveniente esperar tanto? ¿Y si la enfermedad empeora?
- ¿Y si solo es una cosa sin importancia? ¿Ya no te acuerdas, Magnus, de lo preocupado que estabas por tu hijo aquella vez que pensabas que había cogido una pulmonía y era un simple resfriado? Piensa que ahora puede ser un tapón de cera o una afección temporal.
- Sí, pero ¿y si no es así?
- Tranquilo, ya lo arreglaremos todo. ¿Cómo te has dado cuenta de que tiene esta clase de problema?
- Pues, porque la llamo y no contesta.
- ¿Dónde estás tú ahora?
- En el estudio.
- ¿Y ella, dónde está?
- Me parece que en la cocina.
- De acuerdo. Recuerdo muy bien la distancia que hay entre los dos lugares de la última vez que estuve en vuestra casa. Llámala desde aquí.
- ¡Maríaaaa! … ¿Ves?, nada.
- ¡Más fuerte!
- ¡Maríaaaaaa! ¿Te das cuenta? ¡Ya te he dicho que era grave!
- ¡Pues va! Ahora acércate a la puerta de la cocina y vuélvelo a intentar.
- ¡Maríaaaa! Nada, ni caso.
- Coge el inalámbrico y búscala.
- ¡Maríaaaa! ¡Maríaaaaa! ¡Maríaaaa! ¡Estoy detrás de ella y no reacciona!
- Acércate más.
- Es imposible.
- Tócala en el hombro.
- Igmar, soy yo, Magnus. Perdona que te llame a estas horas tan intempestivas.
- ¡Ah, hola! ¿Cómo te encuentras?
- Muy bien, muy bien… Es que estoy un poco preocupado por mi mujer.
- ¿Qué tiene? Si no hace demasiado que cenamos juntos y estaba perfectamente.
- Mira, Igmar, me parece que se está quedando sorda.
- Eso no puede ser, hace menos de un mes que nos vimos y estaba perfectamente. Nadie se queda sordo sin una causa justificada. ¿Acaso se ha resfriado?
- No, no, no ha tenido nada, pero tienes que creerme, se está quedando sorda. Necesito que la visites a fondo.
- Bien, entiendo tu preocupación. Venid a mi consulta el jueves por la mañana, a eso de las once, y lo miraremos.
- ¿Seguro que es conveniente esperar tanto? ¿Y si la enfermedad empeora?
- ¿Y si solo es una cosa sin importancia? ¿Ya no te acuerdas, Magnus, de lo preocupado que estabas por tu hijo aquella vez que pensabas que había cogido una pulmonía y era un simple resfriado? Piensa que ahora puede ser un tapón de cera o una afección temporal.
- Sí, pero ¿y si no es así?
- Tranquilo, ya lo arreglaremos todo. ¿Cómo te has dado cuenta de que tiene esta clase de problema?
- Pues, porque la llamo y no contesta.
- ¿Dónde estás tú ahora?
- En el estudio.
- ¿Y ella, dónde está?
- Me parece que en la cocina.
- De acuerdo. Recuerdo muy bien la distancia que hay entre los dos lugares de la última vez que estuve en vuestra casa. Llámala desde aquí.
- ¡Maríaaaa! … ¿Ves?, nada.
- ¡Más fuerte!
- ¡Maríaaaaaa! ¿Te das cuenta? ¡Ya te he dicho que era grave!
- ¡Pues va! Ahora acércate a la puerta de la cocina y vuélvelo a intentar.
- ¡Maríaaaa! Nada, ni caso.
- Coge el inalámbrico y búscala.
- ¡Maríaaaa! ¡Maríaaaaa! ¡Maríaaaa! ¡Estoy detrás de ella y no reacciona!
- Acércate más.
- Es imposible.
- Tócala en el hombro.
Magnus hizo caso a su amigo y puso su mano sobre el hombro
derecho de su mujer, que planchaba unos pantalones azules de algodón del hijo
menor. Reaccionó sin sobresaltarse.
- ¿Se puede saber qué pasa? Hace media hora que te estoy diciendo que qué quieres y no me oyes. ¡Venga!, ¿qué quieres? ¿Qué quieres? ¡Siempre igual! ¡No hay manera! ¡Cada día estás más sordo! ¡Tendrás que llamar a tu amigo Igmar para que te visite a fondo…!
- ¿Se puede saber qué pasa? Hace media hora que te estoy diciendo que qué quieres y no me oyes. ¡Venga!, ¿qué quieres? ¿Qué quieres? ¡Siempre igual! ¡No hay manera! ¡Cada día estás más sordo! ¡Tendrás que llamar a tu amigo Igmar para que te visite a fondo…!
(Adaptación: J. Bucay, Déjame que te cuente)
COMENTARIO:
Son cerca de las dos de la tarde y, aunque vivamos bajo el
mismo techo, los verdaderos días familiares hace tiempo que acabaron. O al
menos tal como se han dado a conocer hasta ahora. No es que ya no me hable con
mis padres, pues nunca he sido muy partidaria de achacar el silencio a unos
años difíciles, pero ya no se hacen paellas todos los domingos.
Eso me hace pensar en si es mejor el silencio o el inconexo
soliloquio del amigo egocéntrico. En sí realmente la verdad vale la pena o la
mentira engloba mucho más de todo aquello que amo. Verdad, por llamarla de
algún modo. Verdad intoxicada de creencias, deseos, prejuicios y aspiraciones
de carácter personal. Verdad infectada también por un estado de ánimo.
“Es preciso librarse de los prejuicios si se quiere conocer
la verdad” y por tanto, procuro mirar del mismo modo a mi familia que a mi
grupo de iguales. Es decir, “hace tiempo
que me importa un comino” que mi padre sea mi padre y sea mi amigo.
Pero ciñámonos al texto. Las palabras comunican más que una
simple historia. Leer es algo así como escuchar a un escritor, como viajar en
el tiempo y sonreír a los fantasmas del pasado. Como traerse al presente cada
verso de Bécquer y remover los resortes que configuran nuestro “yo”.
Esta breve narración contiene las miles de relaciones que se
establecen entre personas. Y aquí me acuerdo de Punset. ¿Por qué nos cuesta tanto
cambiar?, o simplemente, ¿por qué somos tan cabezones? ¿Por qué no reconocemos
nuestros problemas?
Rara vez he visto admitir a un compañero el hecho de haberse
equivocado y muchas veces, en cambio, he oído como la gente justifica un suspenso culpando al profesor,
amigo, padre, etc. Lo mismo sucede con las carreras. Lesiones, resfriados u
obstáculos que se interponen entre nosotros y nuestro reto. Pero detrás de todo
ello está la verdad. Escucharla es otro asunto difícil.
¿Cuándo prestamos
realmente atención a una conversación? Más de una vez actuamos por compromiso,
perseguimos un fin o sencillamente nos vemos reflejados en la conversación.
Realmente no son tantas las veces que escuchamos y sí aquellas ocasiones en que
nos escuchamos.
A veces el silencio
se hace urgente para ir al interior de uno mismo, y otras veces ese interior es
tan agitado como una avenida llena de coches. El caso es que ninguno de los
personajes está sordo y ninguno escucha.
Y eso sí que es algo verdaderamente
irónico.
(Málaga a 23 de Septiembre de 2012 Teresa Velasco Castillo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario