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viernes, 18 de abril de 2014

García Márquez: “El mejor día de mi vida fue cuando nací”

Su vida era más que sabida para aquellos que alguna vez  vieron el poder de la palabra. Por si acaso, hoy la recuerdan en todos los medios con diferentes matices sacados del torrente de vocablos  que configuran la inmensa Babel en que vivimos.

Gabriel García Márquez conoció la vasta fuerza de nuestra lengua a los doce años, cuando estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. Entonces, un señor cura le salvó con un grito y, sin detenerse, se acercó a él y le dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?

Desde entonces no ha hecho si no descubrirnos el rumor secreto que nadie ha podido escuchar. Milagros, fantasías, tragedias e incestos que han provocado nudos en la garganta y ojeras. Pocas obras presentan una coherencia tan rica  y sólida de experiencias como Cien años de soledad y muy pocas personas mueren a los 87 años conservando su juventud en la mirada.

Sus abuelos maternos, Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, sirvieron inconscientemente para crear el universo de sus libros.  Aquella casa en Aracataca, donde tantas cosas insólitas sucedían, fue la caja de pandora que rescató el pasado de Macondo y recondujo su población a una ventura irrepetible.

Hoy, la generación del boom de los sesenta pierde su principal artífice quedando tan vacía como la aldea de los Buendía en sus últimos años. Aunque en realidad no es una generación, si no todas, las que hoy se sienten perdidas.

Gabo, como le llamaban sus amigos, era partidario de una vida que en parte reservaba para nosotros. Por eso, quizás, no me crea del todo que haya muerto y sigo esperando a pasado mañana con la fe desentrenada del que no tiene más remedio que creer en el milagro.

Visto desde aquí, a una luz medio falsa, la muerte siempre llega temprano, pero Gabo, dueño del secreto de la palabra, resucita todavía en nuestros labios.

Gabriel García Márquez en Madrid 1994



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