Su vida era más que sabida para aquellos que alguna vez vieron el poder de la palabra. Por si acaso,
hoy la recuerdan en todos los medios con diferentes matices sacados del
torrente de vocablos que configuran la
inmensa Babel en que vivimos.
Gabriel García Márquez conoció la vasta fuerza de nuestra
lengua a los doce años, cuando estuvo a punto de ser atropellado por una
bicicleta. Entonces, un señor cura le salvó con un grito y, sin detenerse, se
acercó a él y le dijo: ¿Ya vio lo que es
el poder de la palabra?
Desde entonces no ha hecho si no descubrirnos el rumor
secreto que nadie ha podido escuchar. Milagros, fantasías, tragedias e incestos
que han provocado nudos en la garganta y ojeras. Pocas obras presentan una
coherencia tan rica y sólida de experiencias
como Cien años de soledad y muy pocas
personas mueren a los 87 años conservando su juventud en la mirada.
Sus abuelos maternos, Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel
Nicolás Ricardo Márquez Mejía, sirvieron inconscientemente para crear el universo
de sus libros. Aquella casa en
Aracataca, donde tantas cosas insólitas sucedían, fue la caja de pandora que
rescató el pasado de Macondo y recondujo su población a una ventura
irrepetible.
Hoy, la generación del boom
de los sesenta pierde su principal artífice quedando tan vacía como la
aldea de los Buendía en sus últimos años. Aunque en realidad no es una
generación, si no todas, las que hoy se sienten perdidas.
Gabo, como le llamaban sus amigos, era partidario de una
vida que en parte reservaba para nosotros. Por eso, quizás, no me crea del todo
que haya muerto y sigo esperando a pasado mañana con la fe desentrenada del que
no tiene más remedio que creer en el milagro.
Visto desde aquí, a una luz medio falsa, la muerte siempre
llega temprano, pero Gabo, dueño del secreto de la palabra, resucita todavía en
nuestros labios.
Gabriel García Márquez en Madrid 1994 |
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